miércoles, 29 de diciembre de 2010


Algún tiempo atrás que hoy no sabría precisar, encontré un cadáver enterrado en mi jardín. Una mosca volaba sobre él, su tesoro: carne y jugos humanos, lubricantes naturales de una morada brutalmente penetrada por la luz diurna.
Permanecí cerca y en silencio, observándolo con cierto morbo que superaba en alto grado al asco.

Olí la muerte, tan fresca. La desabstraje y le otorgué imagen y sonido: tenía un tinte a tierra, y definitivamente debía sonar como melodías lujuriosas en los oídos de cualquier insecto que la rodeara.
En la boca del muerto, pequeñas lombrices se contorneaban dibujando ochos infinitos. Entre sus dientes, parecían trabajar de manera constante y obstinada; entraban y salían, dando visualmente la impresión de ser tragadas y expelidas en simultáneo.
La banda sonora de tal escena biliosa era el irritante zumbido de la mosca, que no dejaba de restregar sus patas mientras se hospedaba levemente inquieta sobre su nariz.
No sabía a quién había pertenecido aquel cuerpo. Desconocía su nombre, y las circunstancias bajo las cuales habría terminado bajo mi césped.
En cambio, sí me pareció reconocer a la mosca. Podrán decirme que es tarea imposible diferenciar a una del resto, pero esta mosca era distinta a todas las otras, la habría identificado entre miles, tal como la muerte milenariamente ha reconocido entre multitudes a sus destinatarios,  como cada destino ha sabido identificar siempre a su siervo.
Recordé haber intentado zafarme de ella en una ocasión en la que se había posado sobre mí mientras leía entretenida un cuento de Wilde que versaba sobre el destino y la quiromancia.
Recordé haber hecho un ademán con la mano para ahuyentarla, pero ésta había permanecido allí, inmóvil, como si las molestias causadas por mi histeria dactilar hubiesen sido naturalmente aceptadas por su burda existencia. En las antípodas, yo no me resignaba a aceptar su visita, y no la resistía adhiriéndose a mi piel por un segundo más. Tal vez, aprovechándome de su inusitada carencia de reflejo motriz ante el peligro, debí haber acabado con su miserable vida en esa oportunidad, mas por cierta convicción ideológica, sentí que no debía inferir en la naturalidad biológica de los hechos, y decidí entonces apartarla sutilmente y posarla sobre una hoja, para que luego se marchara.
Se me ocurrió, entonces, una analogía entre mi retrospección anecdótica del pequeño insecto y el cadáver que ahora encandilaba mis retinas: mientras la mosca se movía sobre su nariz, sobre sus ojos, éste no podía hacer nada ya por evitarla, permanecía inerte, las lombrices comían de su lengua y habría sido incapaz de gritar o de escupirlas y liberarse de ellas.
En ese momento y bajo esa visión, tuve una última epifanía: todo lo que me había alterado o resultado desagradable a lo largo de mi estadía era todo lo que inexorablemente me alcanzaría en algún punto, porque nadie puede resistirse a su destino, nadie en vida puede evitar lo que la vida misma implica; escapándose o escondiéndose, uno sólo retrasa la eventualidad de las cosas, no desvanece su existencia, ni mucho menos su devenir.
Comprendí que ahuyentando a la mosca con el ademán de mi mano en aquella ocasión no la habría hecho desaparecer, simplemente la habría alejado por un instante, pero si no era ella, habría miles de moscas que volverían, ad infinitum.

Ella lo sabía. Tal vez, por ello mismo permaneció quieta. Volara o no, su destino, y con él el mío, ya estaban marcados.
"Evitar, simplemente posponer", me dije entonces. Y mientras exhalaba desde algún intersticio extraño estos últimos pensamientos, ella posaba sobre la nariz del cadáver, y noté que algo me atraía violentamente hacia el mismo lugar. Fue entonces cuando noté que mi voz era todo zumbidos, fue entonces que noté también que había estado observando toda la escena a través de ocelos. La reconocí, sí. La reconocí porque me reconocí en ella.
 Con los últimos pensamientos desordenados, intenté buscar una explicación lógica. Ninguna pudo venir a mi mente de insecto, sin que tuviese que agregarle una cuota bastante grande de maldición o magia.

Quizás yo había sido alguna vez humana, y tenía recuerdos de mi vida bajo esa forma. Al menos que no fueran recuerdos de esta vida, sino de otra. Que esto no fuera una metamorfosis, sino una retorcida y jodida reencarnación. Pero de ser así, la otra mosca también debería haber reencarnado en otra cosa, no podría seguir enfrascada en la misma anatomía de su vida anterior. 
Mi vida humana podía ser un delirio de mi mente. quizás siempre había sido una mosca y  por algún motivo comenzaron las alucinaciones antropomorfas. La otra mosca era una proyección de mí misma, era yo. La humana que creía ser yo, era alguien con quien me habría topado y con quien intercambié personalidades en mi cabeza enferma y podrida de tanto comer mierda.   
Alguna vez fui humana y morí. Mi cuerpo en descomposición atrajo a las moscas. Alguna de ellas depositó sus larvas y alguna de las larvas absorbió parte de mi ADN y en alguna extraña mutación genética conservó mis recuerdos. Una puta y asquerosa mosca me mantuvo viva.
No me decidí por ninguna de las tres teorías, al fin y al cabo ya ninguna parecía tener sentido. Opté por silenciar el pensamiento y disfrutar de mi plato del día. Humano o insecto, es siempre lo mismo: cuando hay hambre, no hay otra cosa que importe. ¡Mierda! ¿Son estas, acaso, palabras? Perdón si todo esto fue simplemente un gran y molesto zumbido.