El canto de un ruiseñor
me late en las pupilas.
Es una melodía intermitente
que resuena en mis párpados,
que atraviesa mis pestañas
y se expande hacia el infinito
llevando consigo algo de mí,
algo que me ha robado:
aún no determino si la esperanza,
si el encanto,
si la voz interior.
El alma se me ha enmudecido.
Y el silencio nos vuelve
más propensos
a llenarnos de los ruidos del mundo,
a absorberlos con más énfasis,
hasta saturarnos.
Algo en mis oídos se desangra,
mis oídos que son mis ojos,
mis ojos que son mi canto.
¿Qué ha sido del ave
que musicalizaba ese paraíso
que me desbordaba por los poros?
¿Qué ha sido del paraíso que,
en el sosiego de sus paisajes,
amansaba a mis bestias?
Todo se ha transformado
en bullicio,
en cacofonía,
en palabras vacías que se vuelven
salvajismos hambrientos,
que son poesía silenciada.
Las bestias se devoran entre ellas.
El paraíso es una utopía rota.
El ave es una metáfora
pecaminosamente ingenua.
Y yo soy el eco
de una melodía sin resonancia.
lunes, 19 de mayo de 2014
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