domingo, 15 de octubre de 2017

El ser humano ha sido dotado de una inteligencia que lo diferencia del resto de los seres vivos. No cabe duda de que, a lo largo de la historia, éste ha sabido utilizar esa inteligencia: no tanto en sus actos,  sino más bien para justificar desde argumentos racionalizados todas sus animaladas. Ha perfeccionado su retórica, su elaboración de argumentos, su capacidad de persuasión. Ha aprendido a valerse de las palabras. A convencer a través de ellas. Los actos bestiales se han disfrazado detrás de la máscara de la comunicación verbal. Explicar un porqué. Una lógica para todo acto, enmarcado siempre en un contexto debatible. El lenguaje le ha dado también un "don" único: la posibilidad de mentir. El ser humano sigue su instinto y muchas veces mata, viola, acecha, masacra, destruye. Pero a diferencia del resto de los animales, puede decir que no lo ha hecho. O buscará poner la culpa en algo ajeno a él: culpará a otro. Buscará alguna justificación. Intentará jugar con la duda.

El lenguaje también le permite manipular y lograr admiración y respeto de otros pares, aún cuando esté anunciando, con un par de adornos, actos nefastos.

Esa es la inteligencia que lo pone en otro peldaño: la que le permite tomar el pelo y hacerse pasar por alguien que no es.

El resto de los animales son auténticos. La presa no oculta su miedo, el depredador no muestra falsa compasión.


El hombre es una bestia con un buen disfraz, que es su estructura.

lunes, 3 de julio de 2017

Este mundo necesita
menos armas y más poesía,
menos ira y más inventos,
menos pose, más diálogo.

Menos trajes y más locos,
menos jaulas y más pájaros,
menos hambre y más cuentos.

Este mundo necesita
menos necios y más sabios,
menos tele, más presencia
más infancia y más fomento.

Menos teclas y más libros,
menos modas, más ideas
menos guerras, más encuentros.

Menos duelos, más besos
menos máquinas, más abrazos
menos odio, más osadía.

Menos preceptos.
Menos excusas.
Menos ortodoxia,
burocracia,
oligarquía.

Menos violencia y más arte.




sábado, 29 de abril de 2017

Seres diminutos que
de vez en cuando
nos convertimos,
por un instante,
en un acto de grandeza.
Acá, en este mundo precario,
desatendido,
que cada tanto,
se vuelve una maravilla pictórica
rescatada como un cuadro pequeño, componente mínimo
de una escena general
de destrucción.
Un instante efímero de éxtasis,
de júbilo o placer,
en el marco panorámico de una vida de intolerable horror
que transforma lo breve, brevísimo de sí misma, en un camino denso y espantoso. Entonces, ¿vale la pena?
Ese recorte surrealista, de ensueño, mágico e ingenuo.
Sustentado a veces por idealismo, otras por ignorancia. Otras tantas por desinterés frente a la tragedia de la realidad
y frivolidad en la cosmovisión. Pero, la mayoría de las veces, toleramos toda la repugnancia que la existencia implica
a causa de un asqueroso y desmedido optimismo,
asqueroso y hermoso a la vez,
porque nos mantiene aferrados a la vida propia y a la de nuestra especie un pequeño gesto de amor,
un pequeño momento de felicidad, una mínima actitud de inocencia, de bondad.
Creemos y descreemos al mismo tiempo en la humanidad, en la luz, en la paz.
Tememos y repudiamos lo que el mundo, la sociedad, el hombre es a la vista de los hechos. Pero no es suficiente, para la mayoría, para soltarnos, para desprendernos. Sólo unos pocos se atreven a renunciar. ¿Por qué? Es misterioso, casi inexplicable, que la mayoría aún tengamos el deseo de aferrarnos a esto tan manoseado, tan sucio e incoherente de nacer sin haberlo pedido, transitar y morir, sin lograr nada más que recortes, sin juntar más que pocos buenos recuerdos, sin cruzarnos con poco más que un par de lugares y personas significantes.
En todos los que seguimos transitando, apostando inconcientemente, falta quizás un sentido de unidad,
tal vez lo que el mundo, la sociedad y el hombre necesiten
sea el sacrificio de varias generaciones
que defendamos con la vida la revolución, la búsqueda de la sabiduría intelectual y espiritual,
la prédica del amor con cada uno de los actos.
Pero no lo logramos,
no ponemos la vida en riesgo.
Salvo casos aislados,
quienes no toleran el asco se quitan la vida desde lo individual,
se vuelan la cabeza antes de comprometerse en la lucha por algo en lo que no creen (y no los culpo, alguna que otra vez me he sentido tentada de desaparecer).
Y quienes aún seguimos por lo pequeño que nos hace seguir,
tampoco nos involucramos hasta la muerte en nada, porque el leve amor que la vida nos despierta nos impide también arriesgarla en el intento de cambiar o ponerle fin a lo que de ella nos aterra o repele.
Estamos entonces en una jodida encrucijada, donde el desencuentro y el individualismo nos dificultan la concreción de ese deseo esperanzado de un cambio sustancial, auténtico. Demasiada información, demasiados inconvenientes, demasiado sacrificio requerido. No estamos listos para tanto. Por eso seguimos, observando el declive, contemplando el ocaso, sedándonos con pequeñas cosas lindas para que la conciencia digiera este caos lo menos dolorosamente posible.