sábado, 22 de agosto de 2020

 Las máscaras son los escudos del guerrero social que sólo posa y nada enfrenta.

Máscaras con sonrisas, máscaras con guiños, máscaras de rostro despreocupado.

Máscaras, sólo eso.

Por debajo de ellas, distintos infiernos escondiéndose, para no espantar al espectador.

Porque las miserias rozan el mal gusto, no encajan armónicamente en esta sociedad ficticia donde todo se romantiza, se tapa y se desentiende.

Hipócritas máscaras que nos permiten pertenecer al circo de artistas que no hacen más que fingir vida.

Imitamos, para permanecer en el circuito. Recreamos las pintorescas emociones que los demás esperan ver para no incomodarse ante nuestra presencia. Actuamos.

Sólo así podemos convivir con nuestros propios demonios y con los ajenos. Escondiéndolos. Decorándolos. Ahogándolos bajo un disfraz.

Cuántas veces habremos tenido alegres conversaciones mientras por debajo, locutor e interlocutor, llevábamos lágrimas o gritos tatuados.

Cuántas veces nos habremos esforzado en esbozar un gesto amoroso aún cuando ni siquiera éramos capaces de amarnos a nosotros mismos.

Cuántas veces representamos, en este precario escenario que es el mundo, personajes que nada tienen en común con todo lo que alberga, como maraña, nuestro órgano propulsor de sangre.

Me corrijo: el mundo no es precario, no. Nosotros lo somos. Somos payasos cubiertos en capas de maquillaje, payasos que simulan disfrutar la existencia mientras todo se desmorona.

Nosotros, que en tantos siglos de aparente evolución, no hemos aprendido a lidiar con nuestras emociones. No aprendimos a superar, ni a querer genuinamente, ni a atravesar el abismo hasta llegar al final de él: simplemente actuamos burdamente, y tapamos.

Tapamos el cadáver de todas nuestras miserias juntas. Esperando, tal vez, olvidarlo al no verlo por un tiempo. 

Postergando su inexorable descomposición. Ignorándola, mirando para otro lado.

Nunca amamos genuinamente a ninguna persona, sólo amamos a una máscara. Nunca nadie nos amó: amaron el recorte que les  mostramos, que no es más que una ínfima porción de lo que sólo nosotros sabemos que llevamos dentro.

No hacemos nada para ser intrínsecamente felices, sólo decoramos y restauramos la máscara para que siga siendo universalmente bonita, aceptable, digna.

Y mientras, por debajo, nos seguimos desgastando y destiñendo.

A quienes se quitan la máscara les llamamos locos, inadaptados.

Pero cada vez me convenzo más

de  que están más lúcidos que todos los que vivimos fingiendo.

Fingiendo felicidad en un contexto en el que sólo un ciego podría sentirse a gusto.

Sólo un frívolo ciego que se miente a sí mismo.







domingo, 8 de marzo de 2020


Epitafio

Estas palabras serán lo único que quede de mí cuando yo me haya ido.
Cositas que escribí y que escribo para casi nadie, para todos, para mí, no importa para quien, se escriben solas, fluyen.
"Era una buena mujer", eso quedará, y estas palabras.
Porque cuando partimos, todos recuerdan primero lo bueno. Al revés que cuando estamos vivos. Así que, llegado el momento, seré buena para todos. Incluso para los que no me conocieron nunca.
Para los que me conocieron lo malo.
Para los que me inventaron lo malo.
Para los que lo padecieron.
Para los que lo generaron.
Para quienes vomitaron y defecaron sobre todo lo bueno que, a dicha fecha, casualmente, reconocerán.
Pero yo, para entonces, ya estaré despersonalizada. Ni buena ni mala: ida. Así que sus halagos post mortem,  métanselos donde mejor les quepan. A llorar al campito. Aquí, no.