La fórmula para ser feliz reside en dos “no”: El primero, no
sentir culpa por las expectativas que no hemos colmado en los demás; el
segundo, no hacer reclamos por las expectativas propias que otros no han
alcanzado. Esta fórmula requiere comprender que nunca nadie estará a la altura
del ideal ajeno, haga lo que haga. Tampoco así el resto alcanzará jamás el
plano requerido por nuestro propio ideal. Debemos quedarnos con lo tangible:
crudo e imperfecto, desprolijo y pasional, espontáneo, impulsivo, nacido de
los sentimientos tantas veces más que de la razón. Eso es lo único que hay:
humanos que algunas veces aciertan y otras se confunden. Nosotros, ellos, todos:
humanos con algo de virtuosos y con algo de torpes.
La dificultad para ser feliz reside en esa misma cuota de “humanidad”,
que es la que nos impide razonar esa felicidad como una fórmula objetiva: juzgamos todo con la vara parcial de los
sentimientos subjetivos, señalamos con el dedo a aquel que ha herido a éstos en
sus variadas formas, sin reparar en que nosotros también fuimos, somos y seremos
señalados. Sí, algunas veces –
consideraremos- injustamente. Pero
siempre juzgaremos esa “injusticia” desde nuestra subjetividad. Subjetividad que,
en otros, llamará “juicio justo” a aquel por nosotros rechazado.
En cuanto a mi vara subjetiva respecta, considero que en la balanza abstracta del recorrido
existencial, quise tanto como me quisieron y lastimé tantas veces como me
lastimaron. A veces di más de lo que recibí, y otras di en detrimento de lo
recibido. Tuve actitudes correctas y fui educada y amable en ciertas
oportunidades, pero también busqué las llagas más purulentas en quienes encontraron
y tocaron las mías.
En resumen: fui
mártir y fui verdugo, o al menos, un atisbo de ambos. Y todos somos, alternando
y a veces en simultáneo, mártir de alguno y verdugo de algún otro (o, por qué
no, del mismo). Tener el espíritu de sensatez y autocrítica como para
reconocerlo, es un pequeño acto de grandeza que requiere un grado de introspección
elevado, y la conciencia de que nadie es santo, y de que la palabra “nadie”,
también incluye a uno mismo.
Es genial! Particularmente no lo veo como una fórmula para ser feliz, pero sí como una fórmula para no entristecer y/o no sentir culpa en casos de entristecimiento propio y/o ajenos. Una forma genial para ser libre, un poco realmente libre.
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