domingo, 15 de abril de 2018


Toda mi vida no fui más
que un jodido entramado
de complejos y miedos.
 
Una niña solitaria, tímida,
retraída y melancólica.
Llena de sueños e ideas,
pero incapaz de hacer
lo que todo niño por inercia :
agruparse espontáneamente y jugar.

Muchos años de mi infancia
me pasé los recreos escolares
parada en un rincón,
observando al resto
como un perro asustado,
observando admirada en ellos
la soltura de la vida,
la risueña y lúdica
interacción social.

Cuando crecí,
desaté, en parte, esos nudos
de mis estadios tempranos
(justo lo suficiente como para simular
un grado aceptable de inteligencia interpersonal)
pero en el fondo de mi alma,
nunca pude soltar
a esa niña rota.

Y debo reconocerlo,
casi todas mis relaciones adultas
se desarrollan con un alto grado
de torpeza, inconstancia y desapego.

A veces temo seguir creciendo
y que, al envejecer,
junto con esa niña,
se prefigure entre mis recuerdos
otra silueta de mí misma:
una mujer llena de cicatrices
y de incertidumbre existencial
reclamando(me)
por el tiempo perdido,
por todo lo no hecho,
por todo lo hecho incorrectamente.

Y a medida que sigue corriendo
el inexorable reloj biológico,
siento que voy perdiendo
tiempo finito y sagrado,
que no volverá nunca
para corregirme o encausarme.

¿Qué me diré a mí misma,
cronológicamente perdida,
cuando ese tic tac amenazante
me apuñale con sus manecillas?

Me asusta imaginarme a futuro,
buscándome entonces en los ojos de mi pasado,
cuando todo lo que veré dentro,
lo sé,
será vertiginosa deriva.

Y entonces, aparece
una sola imagen posible
de todas nosotras:
la niña rota,
la mujer contrariada
y la anciana agónica
tomadas de la mano,
reconociéndonos las heridas,
en una anagnórisis intrapersonal.

Unidas, con las roturas
cosidas por la historia,
caminando sincrónicamente hacia el abismo,
para ponerle fin a todo eso
que en la delgada línea temporal
con punzantes sutilezas
nos habrá desgastado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario