miércoles, 4 de mayo de 2011

Lo primero que recuerdo haber sentido fue su respiración. Luego, la mirada en la nuca.
Las inevitables gotas de sudor nervioso comenzaron a recorrer los caminos habituales sobre mi cuerpo, para terminar donde siempre.
Intenté simular en mis interiores un halo de estabilidad, de integridad y autoconfianza, aun sabiéndome descubierta.
Mas es la única mirada que me conoce, la única que quiebra la superficie y destruye mis muros teatrales con una facilidad irritante.
Y entonces, es como siempre. La sensación-certeza de estar siendo visto en un estado y actitud deplorables, entiéndase, pretendiendo que no se ha caído en cuenta de haber sido descubierto, y aún más patético, osando autoconvencerse de ello.
Es ser el último en esconderse y haber elegido el peor y más predecible de los escondites; es ser la tortuga en un juego en el que hay que correr para liberarse.
Él sabe que ha ganado. Lo supo desde el primer momento.
Jamás tuve la posibilidad de liberarme, porque jamás quise esconderme de él.
En el fondo, siempre anhelé que me encontrara.
Lo espero mientras me expongo, vulnerable y visible, a sus ansias de ganar.
Y se escapa un gemido de mis labios, casi cómplice, mientras lo oigo contar con la picardía del cazador que sale en busca de su presa más fácil.
Él siempre sabrá dónde hallarme.

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