miércoles, 25 de julio de 2018

¿Qué somos atrás de toda la parafernalia?
Cuando estamos desnudos, desprevenidos, solos.
¿Quiénes somos cuando nos despojamos
de todo lo que la mirada de otro
exige o espera?
Cuando conectamos con lo que escondemos,
por vergüenza o por miedo.
¿Qué hay allí,
bien en lo profundo,
donde nadie puede ver?
Todo lo demás es disfraz, es máscara,
es cáscara ornamental.
Todos nos escondemos debajo de algo.
Todos nos refugiamos en alguna anécdota alegre o exitosa, en alguna sonrisa forzada, en algún relato de autosuperación, en alguna mentira, por piadosa (o no) que sea.
Todos endulzamos la vista y los oídos de otros, con delicadas pantomimas.
Sólo nos conoce quien ha logrado quebrar esa cáscara, desgarrar la fachada.
Quien ha llegado a lo más turbio y a lo más frágil.
Y siempre hay alguien que alcanza el corazón del volcán.
Sólo pocos se quedan tras haberlo visto todo: los secretos, los temores, las miserias, el pensamiento en crudo.
Y pasamos tanto tiempo armando la coraza,
decorándola,
desarrollándola,
que olvidamos que todo aquello no es real, a veces, no del todo una mentira, aun así, una reproducción de la realidad en escala idealizada. Y esa ficción entorpece la perdurabilidad y la autenticidad de los vínculos.
¿A quiénes buscamos convencer a través del ilusorio autorretrato? ¿A quiénes queremos agradar a través del efímero engaño? 
¿Al otro que es todos, a las masas, a quien nos atrae físicamente, a quien no conocemos demasiado, pero admiramos? Por otra parte, ¿Qué es lo que pretendemos recibir del resto: la falsa admiración o el genuino amor?
Si a fin de cuentas,
sólo a quienes nos abrazan los defectos,
a quienes nos corrigen constructivamente y sin juzgarnos, o nos aceptan sin querer cambiarnos,
sólo a esos, podemos llamar hermanos.

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