domingo, 24 de enero de 2010

Aún no había amanecido, pero a lo lejos podían oírse los albatros cantando en el aire. Imaginaba sus técnicas de vuelo, sus acrobacias. Percibía su gracia, y en cierta forma, deseaba ser ellos, miles de ellos, envidiaba la libertad que aquellas alas conocían.
Al tiempo que me figuraba mí misma siendo aquél ave pelágica, mi vista se fijó en un grupo que había volado en espiral hasta posarse sobre la superficie del agua, para sellar con sus pálidos picos el destino de los crustáceos que estuvieran a su alcance.Paralelamente a mi admiración por la especie, se desarrollaba en mí un sentimiento de inferioridad con respecto a ella: yo me sentía un crustáceo, un insignificante pláncton, una presa fácil.
Las aves volaron hasta perderse en el horizonte, y se llevaron entre su plumaje un sinfín de utopías que alguna vez me pertenecieron, pero que ya no me servían, que ya sentía ajenas.Me acerqué a la orilla, mojé mis pies, y con los ojos cerrados, anhelé inútilmente que la brisa secara mis lágrimas.
Al abrir los ojos fui tentada por aquella inmensidad, que parecía succionarme en sus profundidades, en una especie de encantamiento. Y a medida que me adentraba en ella, mi cuerpo cambiaba de tamaño, mi piel se volvía traslúcida, unas antenas crecían en la parte dorsal de mi cabeza.
Las lágrimas habían desaparecido.En principio pensé que se habrían mezclado con el agua del océano, y luego caí en cuenta de que una artemia no llora.Me acerqué a la superficie, y allí permanecí, esperando que los albatros regresaran.

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